El día comenzó con desayuno en el histórico Café Sperl, uno de los más antiguos de Viena, con su mobiliario de madera oscura, billar y el ambiente de otra época. Tras saborear una bebida caliente y un pastel, nos dirigimos hacia el embarcadero con la intención de hacer una excursión por el río… pero llegamos justo cuando el barco partía. Perdimos el horario, pero ganamos una caminata inesperada.
Aprovechamos para recorrer los alrededores, pasando por el Templo de los Griegos y la iglesia ortodoxa griega, con su bella fachada y techos azulados. Eventualmente, conseguimos embarcarnos y navegamos un tramo por el Danubio, desde donde divisamos la Ringturm, símbolo arquitectónico que destaca en el skyline vienés.
Luego tomamos el metro hacia el Prater, el mítico parque de diversiones de Viena. Subimos a la Riesenrad, la famosa rueda gigante, que gira lentamente y permite ver toda la ciudad desde lo alto. Recorrimos también parte del parque a pie, sumergiéndonos en su atmósfera entre nostálgica y kitsch.
Más tarde visitamos la cripta de los Capuchinos, donde descansan los restos de muchos miembros de la dinastía Habsburgo. La arquitectura era más austera que la cripta de San Esteban, pero igualmente impactante desde el punto de vista histórico. Ya cayendo la tarde, entramos al Museo Albertina, donde nos encontramos con una muestra impresionante que combinaba obras maestras de distintos períodos. El contraste entre los antiguos salones palaciegos y el arte moderno generaba una atmósfera muy especial.
Para coronar el día, hicimos una parada dulce en el Hotel Sacher, donde probamos la tarta Sacher original. Chocolate denso, mermelada de damasco y crema batida. Un ícono vienés, y merecidamente.